Furor e indignación provocó la propuesta del presidente Uribe de contratar estudiantes de colegios como informantes a sueldo en su guerra contra el crimen organizado, ahora en las Comunas de Medellín. Retrocediendo ante la reacción pública y el exabrupto de poner menores de edad en la línea de fuego sucio, el debate pasó a las universidades donde también fue rotundamente rechazada. Felizmente, entre los primeros en hacerlo estuvo el rector de la Universidad Nacional de Colombia.
Más allá del escándalo inmediato, la propuesta del Gobierno evidencia dos concepciones del problema de orden público en las ciudades, y dos estrategias radicalmente distintas para enfrentarlo: la seguridad democrática del gobierno de Uribe, frente a lo que se podría denominar, genéricamente, el urbanismo social de las administraciones locales.
La violencia urbana ha venido creciendo en todo el país. Durante el 2009, en Medellín los homicidios se incrementaron en 133%, en Cali 38% y en Bogotá 29% (El Espectador, 2009).
En Medellín, tradicionalmente la ciudad más violenta, luego de un tope de 381 homicidios/100.000 habitantes en 1991, la tasa descendió a su nivel más bajo en 2007 (34/100.000 habitantes), según datos de la Alcaldía de la ciudad, para luego repuntar en 2008 y 2009 (cerca de 60 homicidios/100.000 habitantes).
También se ha presentado una mayor concentración socioespacial de la violencia: en 2002 hubo homicidios en 94% de los barrios de Medellín, cifra que se redujo a 46% en 2007 (Medellín Cómo Vamos, 2008). En efecto, el crimen urbano tiende a concentrarse en los sectores más pobres y marginados de la ciudad, y fue ahí donde precisamente se inició con fuerza el urbanismo social.
Donde el bien y el mal se entremezclan
La propuesta del presidente Uribe es consistente con su estrategia militar en todo asunto territorial: ofensiva armada, ocupación por parte de las fuerzas del Estado, inteligencia proveniente de sistemas de alta tecnología y redes de informantes, retribución económica (recompensas y sueldos fijos). Luego viene un periodo de suspenso, y más tarde la reaparición de fuerzas oscuras con el reciclaje del paramilitarismo y el narcotráfico fortalecido. Esto tiene enredado hoy al país, sin salidas claras.
Las ciudades tienden a elaborar una perspectiva distinta. Para el gobierno central es un asunto ideológico y dogmático ("seguridad democrática") de las fuerzas del bien contra las fuerzas del mal, que justifica el uso extensivo de la violencia oficial y los abusos a los derechos humanos. Para las administraciones locales, sin embargo, es un asunto más matizado: una dimensión real y humana en el transcurrir de la vida cotidiana. En la complejidad urbana no caben los artificios simplistas; no se pueden bombardear las ciudades. La influencia de órdenes de control extraestatales (pandillas, combos y bandas, pero también organizaciones más "oficiales") en los sectores populares envuelve la ciudadanía en general, especialmente en el contexto de las múltiples informalidades/ilegalidades que caracterizan la vida en las periferias urbanas. El bien y el mal se entremezclan y se confunden en las luchas cotidianas de supervivencia, de tal manera que los sectores populares de la ciudad son un Vietnam para la represión armada. Pregúnteselo a Río de Janeiro.
Es por esto que las políticas de seguridad en las urbes tienen, obligatoriamente, un componente igualmente importante de convivencia. No es posible sostener dicho vacío en el corazón de la política de seguridad del gobierno central en el caso de las ciudades. Esto lo entienden muy bien la iglesia, la izquierda democrática y lo que queda de la gran tradición humanista colombiana. Y lo han entendido muy bien las administraciones urbanas más ilustradas. Los ex alcaldes Mockus, Peñalosa y Fajardo, cada uno a su manera, fijaron nuevas pautas para garantizar niveles mínimos de convivencia en las conflictivas ciudades del país. Las ideas alrededor de la cultura ciudadana, el espacio público y lo que ahora se llama el "urbanismo social" en Medellín han sido retomadas, de una u otra forma, por la mayoría de las capitales. Es una política sin orígenes en ningún Ministerio o Planeación Nacional, sino construida desde abajo, desde la realidad urbana.
El urbanismo social de Medellín es el esfuerzo más reciente en este sentido. Consiste en invertir en los sectores populares, en pagar la "deuda histórica" que tiene la sociedad con estas zonas olvidadas y urbanísticamente ignoradas de la ciudad. Pero lo hace de una manera particular. No se pretende solucionar los problemas de fondo relacionados con la vivienda, el empleo y la pobreza. Al construir Metrocables, parques"biblioteca, colegios de alta calidad (arquitectónica), espacios públicos, etcétera "proyectos puntuales bien logrados y con un alto impacto tanto estético como social" se busca no solo "hacer la mejor arquitectura, la que suscita el orgullo y la autoestima de la comunidad, una arquitectura que genere sentido de pertenencia", sino también ejecutar proyectos palanca que "lideran una transformación social profunda" (Alcaldía de Medellín, 2008). Se espera construir, literalmente, un nuevo "contrato social" mediante la dotación de espacios de ciudadanía, escenarios de democracia y convivencia.
De la misma forma que los proyectos de Mockus y Peñalosa en Bogotá, el de Medellín manipula símbolos. Mockus inventó unos que puso en escena en el espacio público para referirse al respeto que se le debe tener al otro, y a ciertas reglas de juego básicas; Peñalosa intervino más directamente el espacio público, y Fajardo explotó el poder simbólico de la arquitectura. En todos los casos, se trata de crear sensaciones de inclusión social y de disfrute "igual" de la ciudad, del ejercicio de la ciudadanía, si no plena, por lo menos decente.
Sutileza vs. opresión
No hay que desestimar la importancia de lo simbólico, del espacio público y de la potencia de la arquitectura bien realizada y utilizada, pero eso solo no hace milagros. De hecho, Mockus terminó su segundo periodo abogando por códigos penales más estrictos y Peñalosa cayó en la petulancia. En Medellín, el alcalde Alonso Salazar, muy curtido en asuntos de violencia, ha reclamado más policías y más operatividad del sistema judicial, y de hecho su estrategia de seguridad y convivencia incluye el emplazamiento en los sectores populares de más estaciones de policía y CAI periféricos.
Aún así, las sutilezas de las estrategias urbanísticas contrastan fuertemente con las opresivas propuestas del gobierno central. Ya se habían ensayado redadas amplias y tomas militares de gran escala (Operación Orión, en la Comuna 13), y ahora se proponen tomas cuadra por cuadra, apoyadas desde el aire por helicópteros incluso en operaciones nocturnas. Prácticas derivadas de la doctrina "antiterrorista". ¿Es este el tipo de acontecer diario en los barrios populares que promoverá la paz y la convivencia?
Así, se pone en evidencia la crisis general de la política urbana del gobierno central: su ineficacia, parcialidad y torpeza. Como en todas las actuaciones del gobierno central, también en lo urbano todo se hace a la brava, sin consulta, por imposición: "transmilenios", macroproyectos nacionales de vivienda de interés social y ahora la seguridad democrática. El gobierno y las menguadas y aisladas tecnocracias nacionales tienen mucho que aprender de las más pacientes y democráticas labores de las administraciones locales.