Tras dos décadas del hundimiento del bloque socialista, la competencia por el poder global continúa incólume, si bien se da cierta variación de sus protagonistas. Desde la desintegración de la URSS y con una Europa en franca decadencia, la disputa por el poder ha pasado de la cuenca atlántica a la pacífica.
Eso de "Pacífico" es mucho decir, pues ese ámbito sufre las conmociones tectónicas de una dualidad estratégica restructurada. La pregonada multipolaridad del sistema mundial, que muchos plantean más con el deseo que con los pies en la realidad, no deja de ser por ahora un bello sueño.
La dicotomía del poder también se impone sobre el cínico y triunfalista unipolarismo pretendido por el Pentágono, ante la vista del cadáver del enemigo de posguerra en 1991.
Lo cierto es que los hechos crudos muestran a Washington y a sus aliados al frente de la ofensiva política y militar para preservar el control mundial, en detrimento de sus opositores globales: Pekín en unión cada vez mayor con Moscú y otros poderes contestatarios menores.
Giros insospechados
La nueva bipolaridad surgió de manera espontánea como reacción física a la arrogancia de un poder hegemónico, y se desencadenó en el momento mismo del colapso socialista.
El sistema capitalista mundializado, por supuesto, ha conectado a los rincones del planeta sin excepción, para exponer a hombres, mujeres, niños, animales, plantas, minerales, metales, agua, paisajes, lluvias, arenas, biodiversidad y culturas a la valoración incesante de la inversión.
Sin embargo, la división del trabajo, que especializa a los países, se monta sobre la fisura colosal estratégica entre el poder dominante, que declina, y el nuevo poder emergente.
Hace pocas semanas, el Departamento de Estado de los
EE. UU. encendió las alarmas por el ingreso de hackers de Shanghái a los computadores del Pentágono. Empero, las revelaciones de Edward Snowden despejan las dudas sobre la verdadera oficina del Gran Hermano y sus métodos de seguimiento.
En medio de las condiciones más precarias, Asia eleva el valor de la inversión como ningún otro continente lo puede hacer. Allí sucede a diario el milagro de la multiplicación de la riqueza en medio de odiosas condiciones laborales.
Baste recordar las dos mil mujeres sepultadas por el edificio derrumbado en Bangladesh. Pero ese trabajo precario, además de permitir la supervivencia de la población, genera réditos para la inversión "nacional y extranjera" y para los presupuestos estatales.
Con holgados recursos, ciertas dirigencias pulen sus intereses nacionales mientras avizoran proyectos globales. El choque no es, por supuesto, de civilizaciones "como Huntington lo predica sin vergüenza alguna", sino de superpoderes, con el planeta entero como la lona de su contienda. China da cuenta del mayor incremento militar hoy por hoy, no sin sus debidas razones.
Estos hechos tozudos han desencadenado giros insospechados en la política exterior de los países. En el Pacífico occidental, por ejemplo, la organización del sudeste asiático de Tailandia, Malasia, Indonesia, Vietnam, Filipinas y cinco países más, nacida en 1967 para contener el comunismo maoísta, ha convenido vincular a sus vecinos ricos, empezando por China, luego Japón y Corea.
África tiene a China como su principal socio comercial, mientras los chinos aumentan allí sus programas de asistencia técnica y militar. Asimismo, el antiguo imperio es hoy el primer mercado para Brasil, Argentina, Chile y Perú, lo que tiene efectos considerables en sus relaciones políticas, más proclives a no acompañar las reiteradas iniciativas antichinas en los foros de derechos humanos, ambientales y del trabajo.
¿El Pacífico?
El Gobierno colombiano pareciera sobreponerse a las ambivalencias para arrojarse en los brazos de la dinámica estratégica más reciente. Asegura que, como nunca en el pasado, va a ponerles plena atención a los países asiáticos.
Como prueba de ello ha forjado la Alianza del Pacífico, con Chile, Perú y México. Tan nobles deseos conllevan algunas agendas no tan trasparentes, como los cánones del libre comercio predican. Por una parte, la Alianza agrega muy poco a un circuito de ventas e inversiones del que ya disfrutan los cuatro países, entrelazados como están por TLC mutuos.
Ya nos acostumbramos a comprar el pan de Bimbo, el cemento de Cemex y las líneas de Telmex y Claro, de los inversionistas mexicanos; los artículos de Falabella y la banca chilena; así como los alimentos y la gastronomía peruana. A cambio, Colombia les exporta bienes básicos, como café, algodón y azúcar.
En nuestra oferta, los bienes manufacturados son irrisorios. Aun con el ingreso de Canadá, Panamá y Costa Rica, el margen de expansión económica es residual, dada la apertura de fronteras para el intercambio con ellos.
Por otra parte, la Alianza tiene para el cuarteto el significado literal en forma más cabal. Son gobiernos aliados para participar coordinados en uno de los lados del fraccionado proceso de integración del Pacífico.
En efecto, sus acciones se dirigen a participar en el TPP (Trans-Pacific Partnership), el acuerdo comercial liderado por Estados Unidos que busca crear el área de libre comercio entre las "economías abiertas", es decir, aquellas menos afectas a Pekín. El club de las "democracias", que se diferencia de esos "regímenes autoritarios".
Dados esos movimientos colosales, lo más probable es que los arreglos políticos, disfrazados de acuerdos económicos, tiendan a ser muros de contención frágiles para unas aguas que se desbordan.
En medio de sus dificultades y desaciertos, la proyección global china es real e inmodificable. No estamos ad portas del reemplazo de la hegemonía, pero sí en una fase de transición hacia un equilibrio en el poder mundial, cuya esperada permanencia va a depender de los compromisos concertados multilaterales, es decir, del papel activo de la ONU.