Si quisiéramos hablar en abstracto y con un sentimiento eminentemente académico, como suele ocurrir en los claustros plagados de disquisiciones teóricas, diríamos que la universidad colombiana requiere ser como alguna otra de las que hoy en día son reconocidas como las mejores del mundo, o sea una universidad de alta calidad, acreditada en estándares internacionales, formadora de profesionales idóneos, forjada en la investigación y con amplio reconocimiento. Todo esto facilitaría la movilidad internacional entre alumnos y profesores y nos haría ciudadanos del mundo.
Pero la validez de estas definiciones la da su pertinencia social; valga decir su capacidad para incidir en la transformación de las condiciones sociales que tiene Colombia. La calidad, entonces, deberá ser relativa a un lugar determinado, un tiempo específico y unas circunstancias definidas. Lo que quiere decir que la calidad debe estar más cerca de la eficacia que de la eficiencia, porque nada ganamos con lograr ser muy eficientes si no ayudamos a resolver los males que nos aquejan. De ahí que, al elaborar estándares, estos deberán ser relativos a las particularidades sobre las cuales busquemos un proceso de cambio en el menor tiempo posible.
Colombia tiene una precaria situación social, con un crecimiento económico bajo y oscilante (7,8% en el 2007 y 0,4% en el 2009), lo que no permite abordar con éxito la solución de sus males: una pobreza del 46%, un desempleo del 14%, gran inequidad en temas de educación, salud, vivienda y recreación, y altos índices de corrupción y de violencia. Recordemos que Colombia ocupa el puesto 70 entre 180 países en corrupción en todos los ámbitos. Corregir estos problemas demanda tiempo, habida cuenta de su cronicidad.
La investigación, bastión social
Para abordar nuestros males con éxito, es de gran importancia que la universidad ponga de su parte. Al sistema económico no le debe dar temor modificar el modelo productivo a partir de la investigación, lo cual exige que esta concluya, ofrezca resultados y se aplique a la solución de los problemas nacionales. No investigar solo para publicar o para engrandecer el ego de los científicos, sino para transformar, para agregar valor, para generar progreso; crear y transformar la industria y ayudar a confeccionar modelos que contribuyan a la solución de los problemas sociales. En ese sentido, se debe incrementar la participación del país en investigación, del 0,2% del PIB "que fue la cifra del año 2009" al 2% en el 2014, para acercarnos a lo que invierten países como Brasil (1,2%) y Chile (1%) en América Latina, o a Estados Unidos (2,7%) y los países europeos, que destinan entre 2,5% y 5% en la actualidad.
Es usual que seamos puntuales en las soluciones sin ir al fondo de nuestra cruda realidad: combatimos la violencia cuando es necesario hacerlo, entregamos subsidios para mitigar el hambre, hacemos obras de infraestructura para disminuir el desempleo que llega en el 2010 a la cifra del 14% y abordamos las coberturas en salud y educación, sin incidir en los temas de calidad. Así, logramos presentar estadísticas significativas que conmueven a más de uno, como aquellas que certifican que estamos en un 90% de cobertura en salud o en un 100% de cobertura en educación básica primaria.
Pero, ¿qué tal si la educación se orienta hacia el logro de resultados? Mejorar la capacidad cerebral de los niños con una alimentación completa y balanceada es una tarea ineludible y a la vez certera, y lo podemos lograr en 10 años si aplicamos ya la Ley 1295 de 2009 sobre Atención Integral a la Primera Infancia.
Hacer de la investigación un aporte de la ciencia a la realidad es tarea inmediata, y para ello debemos romper paradigmas. Llevar la universidad a las regiones es comprometerla con los procesos de transformación, siempre y cuando los programas sean pertinentes y estén acompañados de todas las funciones esenciales de la institución, incluidas la investigación y la extensión.
Las universidades deben transitar los nuevos modelos pedagógicos que privilegian la discusión racional y no beber tanto de la memorización. Deben acentuar las prácticas profesionales desde los primeros años, los talleres y las discusiones en las que el profesor y el alumno jueguen un papel protagónico.
En últimas, asentarse en el contacto con los problemas sociales, dejar de ser teórica, combinar la juventud con la experiencia y emplear la cátedra para llevar la academia a quienes experimentan en la sociedad a partir de su práctica profesional.
Es necesario acreditar la universidad y sus programas en alta calidad, con estándares que midan los resultados y nos permitan verla activa, incidiendo en las soluciones, transformadora y adaptada a la realidad. Tan solo hay 15 universidades con acreditación institucional (de las 112 existentes) y 774 programas acreditados en alta calidad (de los más de 6.000 que hay actualmente); esto hay que continuarlo y acelerarlo. Así mismo, se debe reformar el artículo 86 de la Ley 30 para garantizar una adecuada financiación y evitar que la universidad se estanque en sus procesos.
La internacionalización se establece cuando hay alumnos extranjeros en nuestras instituciones y cuando los profesores circulan por las del mundo. Mejores coberturas, claro, pero con equidad y similar calidad.
No más discusiones sobre la universidad aislada del medio social y económico, sobre la ciencia en sí misma, desadaptada de una realidad que se torna cada vez más sofocante y anacrónica.