Sin ciudad, en definitiva, no hay ciudadano, tampoco sujeto alguno del espacio público, ni posibilidad genuina de hacer política. Antes de las ciudades e incluso contra las ciudades puede haber dominio y fuerza, pero solo en el espacio urbano se puede hacer política propiamente dicha, es decir, vida ciudadana.
Y aunque, desde luego, las ciudades no aparecieron con los griegos y su historia se remite al menos hasta la Mesopotamia, solo al ser entendidas como espacio de la vida pública, los centros urbanos dejaron de ser vistos como un mero lugar físico de concentración de una multitud para ser contemplados como espacio, a la vez arquitectónico e intangible, de la intersubjetividad y la construcción de vida comunitaria.
En efecto, la polis ("""""), es decir, la ciudad-Estado que dio lugar y contexto a las épocas áureas de la democracia ateniense y de la filosofía de la Antigüedad, es la condición de posibilidad de la vida pública, la deliberación colectiva, la legislación y la acción social.
Los hombres, como bien sostenía el estagirita, podían agruparse, y de hecho lo hacían, en grupos familiares, clanes, aldeas o pueblos, y entonces eran solo familias y grupos humanos que pugnaban por construir su vida, es decir, su supervivencia y la reproducción cotidiana en su sentido más elemental; pero para ellos la excelencia y el florecimiento, o sea la realización humana plena conforme a su logos ("ó""") o razón, fue posible solo cuando se hicieron capaces de convivir en el espacio político de la ciudad.
Con el advenimiento de la urbe, continuaba Aristóteles, las formas de agrupación humana que le precedieron en el tiempo podían entenderse como pasos necesarios para la construcción del espacio urbano. La ciudad corona el proceso de la sociabilidad humana, le otorga sentido final o teleológico al mandato biológico de la vida en común y proporciona un horizonte trascendente a la actividad cotidiana de las personas.
Al acentuar el peso axiológico de la ciudad, Aristóteles cambió la ruta de precedencia de las formas de organización humana e hizo de la última etapa la razón de ser de las anteriores, como si la ciudad hubiera sido siempre la meta oculta de los procesos de socialización. La ciudad se convierte así en el referente para explicar toda otra forma de vivir en común, es el todo cuya calidad supera a cada uno de los elementos que lo constituyeron.
Ello nos permite entender la famosa metáfora aristotélica del cuerpo y la mano: la mano (el ciudadano) solo es mano porque cumple su función en el cuerpo (la ciudad). Separada de este, la mano es un cuerpo inerte que ni siquiera merece ya ese nombre. No existe ciudadano si no existe la ciudad, y no existe, por ende, la posibilidad de vivir de manera plena en la soledad, el apartamiento y el encierro de la vida privada.
Terreno para el bien común
El idiota griego (""""""" idiotes) no era el sujeto limitado intelectualmente, sino el sujeto encerrado en la vida privada, procurador únicamente de sus intereses y separado de la vida pública. El tono negativo del adjetivo idiota en nuestra época proviene de esa idea de que la ausencia de publicidad es un grave daño para la vida humana.
Aristóteles fue, así, el primer urbanita, acaso el más radical, y fue también el precursor de la defensa de la ciudad como terreno nutricio de la virtud, la justicia, el gobierno recto y el cultivo de las cualidades racionales del hombre. Y aunque Aristóteles nunca cayó en el juicio ingenuo de creer que el bien común que era posible defender en las ciudades habría de eliminar el poder y las relaciones de autoridad, sí entendió que tales formas de gobierno y dominio podían encontrar su rectitud bajo la forma de la justicia y la superación de la parcialidad únicamente en la ciudad.
Si bien no todas son justas y rectas, solo en ellas se puede construir la justicia y establecer formas de gobierno acordes con el bien común. El despotismo, el interés particular convertido en dominio del otro, contradice al espíritu urbano de la libertad de los ciudadanos.
Aristóteles expulsó a las mujeres, a los niños, a los ancianos, a los esclavos y a los extranjeros de la ciudad. No lo hizo, por supuesto, de la ciudad física y tangible, sino de la ciudad entendida como comunidad política y como prerrogativa geográfica de derechos. Su herencia, sin embargo, es clara. La ciudad hace libres a los hombres. En nuestra época, tendríamos que reformular el aserto: la ciudad hace libres a las personas.
Tan poderosa y movilizadora ha sido la idea que en la Edad Media se hizo popular el adagio de que "el aire de la ciudad hace libres a los hombres". En efecto, el espacio urbano, aún en sus proporcionalmente modestas dimensiones, significó para el tardo-medievo una ruta de escape de la servidumbre feudal y de la ausencia de vida pública. Las ciudades, por ejemplo, incubaron las universidades, las cortes, las aristocracias, las incipientes actividades industriales y en su espacio geográfico echó raíces el Estado moderno.
Existe, no obstante, un poderoso prejuicio romántico contra las ciudades. Estas son presentadas como culpables de romper las comunidades tradicionales, de inyectar libertad en relaciones estables de dominio, de despersonalizar las relaciones entre la gente, de disolver el poder moral y las jerarquías de la familia y la religión y de hacer obsoleto el "cara a cara" de la intersubjetividad directa.
Jean Jacques Rousseau sería su gran detractor, o al menos el más poderoso precursor de su rechazo moderno. Si el buen salvaje, ese sujeto poderoso, productivo y viril que puebla el mundo natural, es el prototipo de la integridad moral, la vida urbana es el camino de la abyección y la molicie. Hay que decirlo: buena parte de la etnografía y la antropología contemporáneas han heredado ese prejuicio anticitadino de Rousseau.
Libertad
La invención de América es la historia de la invención de sus ciudades. México, Buenos Aires, Lima, Santiago, Bogotá. Contra lo que con frecuencia se cree, el mundo colonial de la América española no fue fundamentalmente rural y campesino, sino urbano y exquisitamente complejo.
La política y el poder, con sus correlatos de vida artística e intelectual, se cultivaron en las ciudades y, cuando fue posible, desde allí irradiaron a sus periferias. En las urbes americanas se proyectaron los movimientos de independencia y se fraguaron nuestros actuales Estados. Como en México, hoy día se cultivan en su seno derechos que son inconcebibles en las zonas rurales de la misma nación. La ciudad sigue alimentando la libertad, y a la vez tomando impulso de ella.
La ciudad despersonaliza y diluye las lealtades y los vínculos de la tradición; pero en vez de lamentar este hecho, habría que tomárselo en serio para perfilar el tipo de ciudadanía que nuestro tiempo exige. Frente al sueño polpotiano del exterminio de las urbes, habría que reclamar el ideal ciudadano de la comunidad política como terreno del encuentro de los diversos, de los poderes sujetos a revisión y control y de la marcha civilizatoria de la sociedad.
La ciudad de nuestros días no solo es un referente para el pensamiento político debido a su larga historia y compleja fenomenología, lo es también debido a su capacidad de construir ciudadanos aptos para encarar el complejo mundo de la política.
La política y el poder, con sus correlatos de vida artística e intelectual, se cultivaron en las ciudades y, cuando fue posible, desde allí irradiaron a sus periferias.