El conflicto violento en Bogotá se muestra inasible, difícil de atrapar. La sensación del ciudadano corriente es paradójica: de una parte reconoce la reducción sin pausa del homicidio, pero a la vez percibe un agravado aumento de la inseguridad. En realidad, las tensiones de la conciencia pública responden a las mismas que atraviesan el conflicto urbano: en Bogotá abunda el crimen, el homicidio desciende y la violencia se disemina.
Esto supone la presencia de diferencias entre las esferas del conflicto violento. El crimen no conlleva por fuerza al homicidio, pues la criminalidad bogotana no hace del asesinato el centro de su operación (como sí sucede en Medellín). Por otra parte, el homicidio no proviene de manera exclusiva de la criminalidad, por el contrario emerge también en contextos sociales por fuera de la ilegalidad.
Así las cosas, la violencia no se agota en el homicidio. Otras manifestaciones de esta se diseminan activadas por conflictos caldeados en lo local y en la vida privada. El conflicto de la capital se construye sobre una relativa "autonomía" de sus criminalidades y violencias, en tanto ninguna condiciona de manera mecánica a las otras. Esta premisa tiene implicaciones cruciales al dejar sin fundamento dos extendidas creencias: la primera nos dice que si el homicidio baja la criminalidad, las otras violencias también lo hacen; y la segunda, que la criminalidad está por fuerza acompañada de violencia.
¿Qué sucede entonces en Bogotá? Colombia experimenta un descenso en la tasa de homicidio por 100 mil habitantes a partir de comienzos de los años noventa. Sin embargo, la Capital exhibe dos características que la hacen distinta una vez se le compara con el país. Primero, la intensidad del descenso. Entre 1993 y 1996 la ciudad y el país tienen un valor igual, pero a partir de este último año Bogotá se descuelga hasta alcanzar en 2012 el bajo nivel de 17 asesinatos por cada 100 mil habitantes. Segundo, la ausencia de nuevos ciclos violentos. En 1997 el país entra en un alza que se prolonga hasta el 2002, mientras la caída de Bogotá se mantiene constante sin la presencia de nuevos picos violentos.
Menos muertes, más riñas
En la Capital se constituyó un mandato cifrado en la fórmula de "no matarás", una conciencia pública en torno al respeto por la vida y a la reducción del homicidio. No es solo un asunto estatal, es también una conciencia que cruza los procederes del ciudadano.
Sobre todo en el "período de oro" de las políticas públicas (Mockus-Peñalosa-Mockus), cuando la ligazón entre desarrollo y seguridad dio paso al mandato de no matar. Bogotá estructuró una labor sistemática en la búsqueda de la erradicación del homicidio a través de la transformación de la convivencia.
Sin embargo, y pese a los avances, persisten territorios violentos en zonas donde el homicidio se mantiene en niveles desbordados. Al tomar como referencia las Unidades de Planeamiento Zonal (UPZ), resulta que 17 de las 93 que existen en la ciudad tuvieron una tasa de homicidio por encima de 25 casos. Miradas con detenimiento, dos tienen valores por encima de 100; cuatro entre 51 y 100; y 11 entre 25 y 50. Además, encontramos que en Bogotá todavía existen lugares donde la muerte se practica de manera brutal.
Lo anterior nos lleva a concluir que en Bogotá abunda el crimen, el cual se encuentra ceñido a tres características. En primera medida, en la capital no existen dominaciones territoriales violentas; es decir, no hay presencia de actores que mediante el ejercicio de la fuerza controlen un territorio y su población, como sí sucede en Medellín y Río de Janeiro.
En segundo lugar, las formas de operación de las bandas criminales de la capital son localizadas y se caracterizan también porque no comprenden estructuras de segundo nivel que aglutinen conjuntos de bandas. Caso contrario al de la organización piramidal de Medellín, donde los combos le rinden tributo a las bandas y estas, a su vez, a la Oficina. Y en tercer lugar, hay que mencionar que el asesinato no es el recurso primario de su accionar.
Bogotá carece de un actor violento o criminal enfrascado en el proyecto de expandir a gran escala la búsqueda de rentas, la apropiación de territorios o la dominación de actores. Solo por esa vía es posible que, en medio de una portentosa criminalidad, el homicidio descienda y se mantenga en niveles reducidos.
El mandato de "no matarás" se trastoca en "robar, pero no matar". La ciudad es impermeable, en general, a la implantación de los actores armados del conflicto.
Con todo, hay una enorme criminalidad fragmentada en dos grandes categorías: crimen organizado y delincuencia común. El crimen organizado se divide en bandas de comercio (legal e ilegal), presentes en el centro de la ciudad y lugares como Corabastos; y en bandas que operan en zonas residenciales, como los famosos Pascuales de Usaquén y los Magolos de Kennedy, enfocadas ante todo en el tráfico localizado de drogas.
Por su lado, la delincuencia común se divide en bandas especializadas (profesionalizadas en un oficio como los fleteros, los apartamenteros, etc.) y grupos esporádicos (el atraco callejero). En este contexto, el rasgo distintivo de Bogotá es la fragmentación. De esta manera, bajo alguna de esas cuatro modalidades las bandas se riegan por la ciudad, dando sustento a la sensación generalizada de inseguridad que experimenta el ciudadano.
Por último, la violencia se disemina bajo diversas modalidades como las confrontaciones entre identidades (barras bravas y variedades de skin heads, entre otras), el maltrato intrafamiliar y la muerte entre cercanos. Lo que nos lleva a concluir que el acto de violentar emerge también en contextos sociales por fuera de la ilegalidad.
Las lesiones personales también evidencian la propagación de la violencia, un indicador que se comporta de manera opuesta al homicidio. Mientras las lesiones personales de las otras ciudades permanecen estables (Medellín, Cali y Barranquilla), las de Bogotá crecen de manera considerable.
Esta propagación se hace evidente, de igual manera, en las operaciones de "limpieza" presentes en numerosos puntos de la ciudad. Esta constituye una práctica de regulación que aparece ante el desborde de la inseguridad en las localidades. Se trata de "mantener los barrios sin delincuencia, sin consumo de drogas y sin nada de nada", sostiene un habitante.
Finalmente, en Bogotá se generan brotes de violencia en las instancias básicas de socialización (la familia, la escuela, el vecindario), lo que configura una cotidianidad atravesada por multiplicidad de eventos conflictivos inscritos en circuitos ajenos a la ilegalidad. El recurso a la agresión física y verbal, las lesiones personales e incluso los homicidios, ingresan en la socialización de niños, jóvenes y mujeres.