Hoy, 109 años después de la separación de Panamá, los editoriales y columnas de opinión van desde la protesta abierta contra "el fiasco de la Cancillería colombiana, que entregará una vez más otro pedazo del territorio colombiano a uno de nuestros vecinos" (Hermes Tovar Pinzón, "El país sin su mitad", El Espectador, 25 de noviembre de 2012), hasta el reconocimiento de que "los resultados en La Haya son mejores de lo previsible; y ahora ese nacionalismo de banderitas está excitado y pide que no obedezcamos la decisión de la Corte, como si fuéramos un país de matones, donde la ley se cumple solo cuando le sirve a uno" (Jorge Orlando Melo, "Nacionalismo depresivo", jorgeorlandomelo.com, 23 de noviembre de 2012).
Entre uno y otro extremo, los comentarios tienen un sabor a épocas pasadas, pues todos se refieren a la defensa de la soberanía a punta de cañones. Solo se exceptúan algunos comentarios de orden técnico que muestran que el fallo fue un error de la Cancillería desde tiempos del excanciller Guillermo Fernández de Soto, que manejó el pleito "como una política de Estado", según declaraciones de la canciller María Ángela Holguín (El Espectador, 25 de noviembre de 2012, p. 4).
Sin dejar de agregar que "fue la Corte la que no falló en derecho". Es decir, el que se equivocó fue el Tribunal, no la estrategia de defensa de la misión diplomática colombiana en La Haya, que desde el año 2001 admitió su competencia en el litigio, pero se equivocó de puerta, pues no se dio cuenta de que la Corte Internacional de Justicia (CIJ) falla en justicia, no en derecho internacional.
Entre la protesta diplomática y el racismo
El problema de entender los litigios fronterizos a partir de la soberanía comienza en Colombia desde la Independencia, en el siglo XIX, como lo explico en el artículo "Bases geohistóricas del Caribe insular colombiano" (Cuadernos del Caribe n.º 12, 2009, pp. 54-71).
Allí evidencio cómo la historiografía de estos diferendos ofrece respuestas que varían desde la exagerada con"anza en el "utis possidetis iuris" de 1810 hasta el abierto racismo de los dirigentes capitalinos. En el primer caso, porque al enfrentarse a potencias como Reino Unido, que ocuparon la costa de Mosquitia apoyadas en el "utis possidetis factum", se vio que los reclamos formales y las protestas diplomáticas no tuvieron ninguna utilidad.
Lo mismo sucedió cuando Nicaragua ocupó la Mosquitia y
desalojó a los ingleses. Pero Colombia nunca manifestó dominio y solo hizo reclamos formales en los términos del derecho internacional a través de la defensa del "utis possidetis iuris", como único y exclusivo argumento.
Mucho menos efectivos fueron los reclamos por vía diplomática en los diferendos con los países limítrofes con Colombia, como Perú. A pesar de haber llegado al uso de las armas, el argumento histórico para justificar las acciones bélicas es que, si no se hubieran usado, se habría perdido más territorio.
Aunque no hubo más guerras, lo mismo sucedió con Brasil y Ecuador, en donde la reducción de las fronteras ha sido evidente. Para no hablar de los diferendos marítimos que no se han resuelto con Venezuela (Hermes Tovar Pinzón, "El país sin su mitad, El Espectador, 25 de noviembre de 2012).
Más delicado que el exagerado apego a la protesta diplomática de oficio ha sido el menosprecio por los pueblos que habitaban estas tierras, considerados como incivilizados o inferiores. Y, aunque esa era la forma de entender el mundo de los dirigentes ilustrados de la época y, en general, de todo el mundo decimonónico, es evidente que el dilema barbarie/civilización no contribuyó a la unidad nacional, sino a fragmentar aún más el legado colonial neogranadino, como lo señala Alfonso Múnera en su libro Fronteras imaginadas: la construcción de la raza y la geografía en el siglo XIX colombiano (2005).
En el siglo XX, se pensó que el problema se arreglaba con ceder las islas Mangle (ya ocupadas desde 1894), con solo una protesta diplomática como respuesta, hasta que Nicaragua empezó, desde 1930, a denunciar el tratado Esguerra-Bárcenas y, en 1977 (con el triunfo sandinista de la Junta de Gobierno), a exigir la devolución de las islas y cayos entre Nicaragua y Jamaica y, finalmente, en 1980, a declarar dicho tratado como formalmente inválido.
Entrado el siglo XXI, por intereses políticos internos encaminados a acrecentar el nacionalismo, presentó en el año 2001 la demanda ante la CIJ, que, luego de reconocer en el año 2007 la soberanía de Colombia sobre la islas de San Andrés, Providencia y Santa Catalina, se reservó el derecho de trazar los límites marinos sobre las aguas de la zona económica exclusiva o mar patrimonial, con las consecuencias conocidas en el fallo del 17 de noviembre de este año.
Autonomía, más que soberanía
La pregunta que no se hacen los analistas es por qué, en pleno siglo XXI, no se escuchó al pueblo raizal de San Andrés, Providencia y Santa Catalina, que era el directamente implicado en este proceso. Y la respuesta bien podría ser porque Bogotá no ha cambiado su visión sobre estos pueblos marginados desde el siglo XIX.
Pero no parece ser tampoco la respuesta apropiada, pues los tiempos no son los de cultivar el racismo (como en el siglo XIX), sino, por el contrario, los de reparar los derechos de los pueblos afrodescendientes, maltratados con el estigma de la esclavitud, como lo dispone la Constitución de 1991.
La respuesta es política porque los raizales luchan pacíficamente por pertenecer a una nación en la cual nadie muera por pensar de manera diferente. Y rechazan abiertamente el deber de regar con sangre el altar de la patria. Ni siquiera están de acuerdo con que el Hospital Departamental lleve el nombre de "Amor de patria".
Ellos no quieren ser héroes. Por eso, sus hijos no prestan el servicio militar en el continente, pues el conflicto interno no les dice nada; ni siquiera entienden por qué se matan los colombianos entre hermanos en una guerra fría que se descongeló desde 1989 con la caída del Muro de Berlín y que aún continúa en Colombia con sus diferentes nombres: guerra contra el terrorismo y el narcotráfico, etc.
Por eso, el patriotismo fratricida, exacerbado ahora con el fallo de la CIJ, no es la forma de defender sus intereses sobre el mar, que siempre fue de los sanandresanos, de la gente de Bluefield, de la de Bocas del Toro y de tantos lugares del Caribe occidental en donde viven aún sus familiares.
Para ellos, no puede haber fronteras que impidan su paso, pues el mar ha sido amplio y nunca los había limitado, hasta que aparecieron el Tratado del Mar (Unclos III), las zonas económicas exclusivas y los problemas de delimitaciones, que se tratan en capitales que están muy lejos del Caribe, como Bogotá o Managua. Y el problema se agrava con el narcotráfico y el contrabando, entre otros, que han estado siempre presentes en la región.
Por esta razón, antes que por una soberanía entendida según el registro patriótico característico del siglo XIX, la gente del Archipiélago busca una mayor autonomía, que les permita seguir unidos cultural, económica y fraternalmente a los pueblos creole anglófonos del Caribe occidental, pero sin dejar de pertenecer a la nación (pues ellos no fueron obligados por la fuerza de las armas, sino por consentimiento, a hacer parte de Colombia).
El patriotismo que reivindican los nicaragüenses para Managua no es el mismo que reivindica la gente de Bluefields para San Andrés; pues son pueblos hermanos, divididos solo por los intereses de las naciones que los gobiernan, pero unidos por ser el mismo pueblo, la misma etnia.
El resto son querellas trasnacionales que obligan a los pueblos hermanos a separarse y odiarse por intereses que no son los suyos. Por esto, el problema del fallo de la CIJ no es el de la soberanía de Nicaragua y Colombia (o de quién es ese territorio marino y esa zona económica exclusiva), sino el de para qué pueblo son esos recursos que se explotan bajo banderas diferentes.
Y la respuesta no puede ser sino para los que habitan esas islas, para los que viven de sus recursos y están obligados a conservarlos para las futuras generaciones. Lo que puede parecer muy romántico para quienes tienen intereses trasnacionales que disfrazan de delirio patriótico, pero muy realista para pueblos hermanos que explotan sostenidamente y en paz sus recursos.
Diplomacia cultural y academia
Los únicos que pueden superar el diferendo de soberanía sobre la zona económica exclusiva entre Nicaragua y Colombia son los que viven de sus recursos, los pueblos creole anglófonos, mediante una ampliación franca y eficaz de su autonomía.
Por eso, lo que está en mora de constituirse es una diplomacia cultural que esté acompañada de una diplomacia académica que apoye la explotación racional y sostenible de los recursos de una de las reservas de biósfera de la Unesco más grandes del mundo y mejor conservadas, hasta ahora.
No solo para evitar el saqueo de las empresas extractivas, que solo piensan en los beneficios de los accionistas, ni para defender soberanías de otros siglos ya pasados, sino para garantizar la supervivencia de uno de los pueblos del mar más marginados: el pueblo creole anglófono del Caribe occidental.
Para hacer posible este apoyo, la Universidad Nacional de Colombia debe ofrecer, en colaboración con la Universidad de las Regiones Autónomas de la Costa Caribe Nicaragüense (URACCAN) y la Universidad de las Regiones Autónomas de Zelaya Sur y Norte, entre otras instituciones, su concurso para tejer los lazos culturales que las soberanías a ultranza han destruido.
Para esto, deben utilizarse los medios disponibles, como avaluar la conservación de los recursos que serían destruidos con la explotación de petróleo, por ejemplo, para volverlos acciones en la bolsa, como hace Costa Rica con sus selvas tropicales.