El Informe Final de la Misión de Política Exterior de Colombia dado a conocer en abril constituye una lectura tan oportuna como obligatoria. Por un lado, ofrece un pertinente diagnóstico de la política exterior colombiana y, por otro, un persuasivo y juicioso inventario de tareas por realizar.
Es necesario un esfuerzo nacional, colectivo y plurisectorial para hacer críticamente esa lectura. Solo así, como señala el documento, Colombia podrá aprovechar la oportunidad que tiene, en medio de los cambios del escenario global y regional, y de su situación interna, para dar un viraje a sus relaciones internacionales y formular una nueva estrategia de corresponderse con el mundo.
El país tiene que diseñar y ejecutar una política exterior que le permita encontrar un lugar propio en el escenario global, desde donde pueda desempeñar un papel protagónico y ejercer algún tipo de liderazgo, aprovechando para ello sus recursos y su experiencia en temas actualmente relevantes en la agenda internacional.
Se puede aprovechar el trabajo de la Misión para hacer la crónica de los males que padecen la conceptualización y la práctica de la política exterior colombiana. Algunos tienen un largo historial, y parecería que, al reiterarlos, la Misión llueve sobre mojado. Pero la redundancia es a veces un poderoso instrumento pedagógico y, a fuerza de insistir, quizá llegue el momento en que se corrijan estos rasgos y tendencias.
Así, la políticaexterior colombiana:
Es esencialmente idiosincrásica y, por lo tanto, padece déficit de institucionalidad. Ello se refleja en la manera en que su manejo depende del carácter y las afinidades electivas de los tomadores de decisiones, y en particular del Presidente de la República, en desmedro (y a despecho) de las capacidades institucionales. Esto repercute negativamente en la racionalidad de los procesos decisorios e inhibe el desarrollo de la estructura burocrática especializada que debería estar encargada de su implementación.
Tiende a ser monotemática y unidireccional. Ya se trate del narcotráfico o de la lucha contraterrorista, la agenda exterior suele definirse en función de un único asunto dominante, lo cual supone dejar de lado otros en los cuales el país también tendría cosas qué decir, intereses qué defender, posiciones qué liderar, iniciativas qué impulsar, pero que suelen ser relegados a un segundo plano y acaban por convertirse en oportunidades perdidas. Al mismo tiempo, la estrechez de la agenda lleva, casi invariablemente, a restringir los contenidos del discurso exterior de Colombia y su repertorio de interlocutores, mientras el diálogo con otros tiende a tramitarse residualmente o se soslaya por completo. A la postre, ello implica perder visibilidad y apalancamiento a la hora de intervenir en los foros multilaterales.
Es estadocéntrica y excesivamente gubernamentalista en su concepción y aplicación. Las representaciones y misiones diplomáticas funcionan como verdaderos puentes que conectan al Palacio de San Carlos con otras cancillerías, pero que pasan por alto "literalmente" un amplio y variopinto conjunto de actores sociales cuya influencia se subestima, cuando no se sataniza o desprecia. Dicho de otro modo, la diplomacia colombiana es anacrónicamente estadocéntrica y parece tener dificultades para adaptarse a un mundo globalizado y apolar, en el que los Estados no funcionan (si acaso lo han hecho alguna vez) como actores unitarios y únicos del sistema internacional. En el plano interno, esta tendencia se refleja en la escasa participación que efectivamente tiene la sociedad civil en la discusión de los temas de política exterior, habitualmente considerada un coto vedado del Gobierno nacional.
Es preponderantemente reactiva y solo ocasionalmente propositiva. Existe un enorme "vacío estratégico" en materia de política exterior. Los gobiernos fijan metas y objetivos, pero rara vez hacen explícitos los mecanismos y los recursos necesarios para alcanzarlos. De ahí que en la práctica, la conducta del país en el escenario internacional esté fuertemente condicionada por presiones y necesidades puramente coyunturales, y se oriente más por intuiciones cortoplacistas que por valoraciones y proyecciones estratégicas de largo aliento. En ese sentido, el país se limita a reaccionar frente a los estímulos externos y las dinámicas globales, y no ha desarrollado la capacidad suficiente para procesarlos e integrarlos, e incluso anticiparlos y encauzarlos en pro de sus intereses.
Sufre con especial intensidad las consecuencias de la improvisación con que en Colombia se diseñan (y ejecutan) las políticas públicas. Todo lo dicho quizá se sintetiza en una sola palabra: improvisación. Algo de lo que adolecen muchas políticas públicas en Colombia, y que en el caso de la política exterior deja sentir su impacto en dos aspectos principales. Primero, en la forma en que se diseña "y ejecuta, sobre todo" sin tomar en consideración el cálculo de los costos y los beneficios que entraña cada decisión; y por si fuera poco, con la pretensión de que dichos costos pueden ser fácilmente eludidos o evadidos. Segundo, en la enorme frecuencia con que las decisiones de política exterior parecen tomarse y aplicarse totalmente fuera de contexto, como si respondieran a una realidad paralela o virtual que nada tiene que ver con la realidad interna ni con las actuales dinámicas internacionales.
¿Responsabilidad, de quién?
Hay que evitar, a toda costa, que el informe de la Misión acabe convertido en otra pieza de colección, perdido en un recóndito anaquel de la Cancillería.
Aun con la mejor voluntad, la nueva Administración no podrá "por sí sola" cumplir el cometido de transformar la política exterior. Para empezar, las taras antes señaladas tienen un enorme peso histórico y han generado inercias y rutinas muy resistentes. Tal vez el Gobierno pueda iniciar el esfuerzo, pero quién sabe si logre sostenerlo.
Por lo tanto, hay que impulsar y reforzar esa transformación desde afuera. Por ejemplo, desde los programas de ciencia política y de relaciones internacionales de las universidades, desde los gremios, las organizaciones sociales y los medios de comunicación, etc. Ese es también el mejor camino para que la política exterior colombiana se convierta, finalmente, en una verdadera política de Estado.
Sedes