Con mirada miope, así han transitado las políticas de salud mental en Colombia
Este año el Invima emitió una alerta por el posible desabastecimiento de más de 720 medicamentos, la mayoría utilizados en tratamientos de trastornos mentales. Fotos: archivo Unimedios.
Solo en el primer año de la pandemia la depresión y la ansiedad en el mundo aumentaron en un 25 %.
Entre 2016 y 2021 las consultas por salud mental aumentaron hasta en un 34,6 %.
La desigualdad y la inseguridad son algunos de los factores que afectan la salud mental.
El médico psiquiatra Edwin Herazo, doctor en Salud Pública de la UNAL, autor de la investigación.
Antes de 1946, si usted tenía un problema de salud mental era visto como el “loquito”, alcohólico, drogadicto y hasta delincuente o prostituta, y su diagnóstico era un tema de “higiene” –incluso existía un ministerio con este nombre–, como si se tratara de algo que hay que limpiar, una mancha, una degeneración moral, y centros como el manicomio de Sibaté (Cundinamarca) y el Hospital Neuropsiquiátrico Julio Manrique –de la Beneficencia de Cundinamarca– lo confirman: allí fueron tratados en su momento más de 2.000 pacientes, y fue un centro importante para la formación de médicos de la UNAL.
A la par del boom que ya existía en el mundo, desde 1953 en Colombia la medicación fue la norma para tratarlos. Según el estudio del médico psiquiatra Edwin Herazo, doctor en Salud Pública de la Universidad Nacional de Colombia (UNAL), “el enfoque de: ‘si tiene depresión o ansiedad tómese estas pastillas’ sigue imperando con algunos psiquiatras como la voz principal, desconociendo, desde aquella época, a expertos de otras disciplinas que incluyen los aspectos sociales, culturales y económicos como determinantes clave de la salud mental”.
Hoy sabemos que hay situaciones que afectan la salud mental y que se viven todos los días: perder más de 132 horas en trancones en Bogotá en un solo año; ser el segundo país más desigual de Latinoamérica; percibir una creciente inseguridad; y ni hablar de una de las más crudas realidades que se han vivido en los últimos 60 años: la violencia y el conflicto armado.
Aunque esta guerra empezó en 1960, solo hasta 1998 fue un factor determinante en el entendimiento de la salud mental, con la primera Política Nacional de Salud Mental, fruto de la conmoción que causó el desplazamiento de 4.000 personas.
Para abordar los problemas de salud mental de estas poblaciones horrorizadas por la guerra seguía imperando el diagnóstico de las enfermedades mentales tradicionales, como si los trastornos y el estrés postraumático que presentaban pudieran meterse en el mismo saco.
Otro punto clave en la historia de la salud mental en el país –que aún repercute– es la lógica farmacéutica y financiera que inició en 1946 con la creación del Instituto Colombiano de Seguros Sociales; aquí los trabajadores accedían a un seguro de salud obligatorio cuyo plan de salud mental era muy pobre, pues quienes necesitaban ayuda “eran los locos”.
Esta medida recuerda la Ley 100 de 1993, que creó el Sistema General de Seguridad Social en Salud y las Entidades Promotoras de Salud (EPS), con la obligación de asegurar el cumplimiento de un Plan Obligatorio en Salud (POS). Según Minsalud, hoy el 99,6 % de las personas están afiliadas; pese a esta cobertura las brechas no disminuyen, la calidad no mejora y hay desfinanciamiento crónico de las EPS.
En 2008 la OMS dijo que hasta un 90 % de la población con trastornos mentales en países de ingreso medio y bajo compra los medicamentos de su propio bolsillo.
Lejos de ver la salud como un derecho estipulado en la Constitución Política de 1991, garantizada por el Estado, de calidad y gratis, se perpetúa una lógica financiera y económica en la cual el que tiene más dinero recibe mejor atención.
Entre tanto, la industria farmacéutica se beneficia del modelo de medicación: solo en 2018 esta industria obtuvo alrededor de 14 billones de pesos colombianos en el país, y podría llegar a los 63,4 billones de pesos en 2032, como lo señala Colombia Productiva, entidad del Ministerio de Comercio.
En 2013 apareció la Ley de la Esperanza, diseñada entre otros por la UNAL, la cual propuso dejar de ver la salud mental como un tema estrictamente de la psiquiatría y la medicación, ampliando el rango a determinantes sociales en salud como el ingreso económico, la educación, el trabajo y la comunidad étnica o indígena, entre otros. La iniciativa se engavetó y olvidó sin explicación alguna, igual que la de 2017.
Cinco años después –y a dos de la firma del Acuerdo Final de Paz con las FARC– llegó la nueva Política Nacional de Salud Mental, que incluyó 21 nuevos medicamentos para atender a personas con pánico, fobias, ansiedad o depresión, que beneficiaría a cerca de 400.000 pacientes. También se incluyó la epilepsia y el fortalecimiento de entornos familiares, comunitarios y territoriales. La prevención fue un aspecto preponderante.
Como pilar de la política se hizo la Encuesta Nacional de Salud Mental (ENSM) de 2015, la cual reveló que, de las personas que solicitaron atención en salud mental (65,9 % de 18 a 44 años, y 65 % adultos mayores de 45 años), solo el 38,5 y el 34,3 % recibieron algún tipo de atención.
Teniendo como referente la propuesta de la UNAL en 2014, soportada en la inclusión de más sectores sociales y factores determinantes, el profesor Herazo advierte que su alcance sigue siendo corto y que sigue imperando el modelo de diagnóstico y medicación. Asegura además que “lo planteado esta vez recuerda lo identificado en los diagnósticos nacionales de salud mental de 1973, en los que se señalaba que para cambiar el modelo se necesitaba cambiar temas como la financiación, la voluntad política, el enfoque y los demás factores relacionados con la salud mental”.
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