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Salud

Chalfie, el Nobel que prendió la luz en los genes

La proteína verde fluorescente es una herramienta biológica que revolucionó la forma como los científicos miran la dinámica de los genes. En su paso por la UN, el Nobel de Química 2008, Martin Chalfie, primero en usar el gen de esta proteína, relató la particular historia de este importante descubrimiento científico, que permite observar, entre otros asuntos, cómo migra el cáncer entre las células y detecta minas antipersona.

Si algo aprendió Martin Chalfie es que la ciencia es un rompecabezas en el que nunca se sabe quién pondrá la última ficha. Reconoce que el premio Nobel de Química que obtuvo en el 2008, si bien obedece a una aplicación muy particular que él descubrió, es un reconocimiento a decenas de personas que ayudan a develar los secretos de la vida.

El desarrollo de la proteína verde fluorescente (GFP, por sus siglas en inglés) es hoy uno de los avances científicos más usados en el mundo, que permite ver la vida en dimensiones que se pensaban imposibles. Todo empezó en 1962, cuando el japonés Osamu Shimomura quiso averiguar por qué ciertos organismos producían luz fluorescente de forma natural. Durante meses, aún siendo estudiante, metido en un laboratorio y retado por uno de sus profesores, hizo toda clase de ensayos que nunca lo llevaron a nada.

"Shimomura es un hombre muy persistente, pero un día se rindió y botó su último experimento a la basura. Apagó la luz y estaba listo para marcharse cuando de pronto vio que algo alumbraba en la cesta donde había arrojado los restos de la medusa luminosa Aequorea victoria que analizaba", relata Chalfie.

El científico oriental de inmediato supo que allí estaba la respuesta a su gran pregunta y, en efecto, la encontró: la proteína que produce la fluorescencia se enciende solo cuando está en contacto con iones de calcio, nada menos que uno de los componentes que ayuda a regular la alcalinidad del mar.

Lo curioso es que, siguiendo los protocolos, las muestras de medusa siempre eran purificadas para su estudio, pero cuando Shimomura las botó a la basura, las "contaminó" accidentalmente con agua de mar, y ¡oh sorpresa!, allí estaba el secreto de la bioluminiscencia.

Otro reto
Cuando joven, Martin Chalfie estaba convencido de que él solo, sin ayuda de nadie, podría realizar un gran descubrimiento que lo convertiría en un investigador prestigioso. "Pasé meses en mi laboratorio y nada me salía bien. Me dije: "definitivamente no voy a ser científico, ¡renuncio!"". Por fortuna entendió que el trabajo en equipo es fundamental en la ciencia y eso le permitió, en 1989, ver el potencial de la proteína verde fluorescente para su trabajo.

El verdadero interés de este profesor de biología de la Universidad de Columbia, en Nueva York, es estudiar la expresión genética en las células para entender diversos procesos, principalmente la mecánica de las neuronas que tienen que ver con el sentido del tacto.

"En una conferencia me di cuenta de que existía la GFP y de inmediato mi mente se iluminó. Siempre quise ver a los genes en acción, pero eso era imposible hacia 1989. Aunque había métodos que permitían identificar en dónde se encontraba un gen activo, se debía primero preparar la célula o el tejido y eso significaba matarlo, arreglarlo, permeabilizarlo para que el agente entrara y se pudiera ver qué sucedía. Resultó un panorama muy estático del gen, no se podían apreciar sus cambios en vivo", afirma el Nobel.

Desde muchos años atrás, antes de toparse con la GFP, Chalfie desarrollaba estudios con un curioso nematodo (gusano microscópico) utilizado por muchos biólogos como organismo modelo de investigación genética. Se trata de Caenorhabditis elegans, cuya mayor cualidad es su transparencia y su limitada cantidades de células, solo 959.

¿Qué pasaría si se incorporara el gen de la proteína verde fluorescente a las neuronas del tacto de C. elegans para que toda su descendencia nazca con esa marca en sus moléculas? ¿Se les podrá seguir la pista, paso a paso, a esos puntos marcados con la GFP? Esas fueron las preguntas que inspiraron a Chalfie.

"La idea me emocionó muchísimo. Encontré a una persona llamada Douglas Pressure, que trabajaba en la clonación del gen de GFP. Él envió a mi laboratorio el material de ADN y pudimos ponerlo en los gusanos de C. elegans y observar qué pasaba. Muchos nos dijeron que no iba a funcionar, porque la proteína necesitaba una conversión especial para adaptarse al nuevo organismo. No sabíamos cómo hacer tal cosa, solo lo intentamos y funcionó de inmediato", describe el científico estadounidense.

¿Qué es lo que permite que GFP funcione a tal perfección? Chalfie indica que es una molécula lo suficientemente pequeña que permite ir a cualquier parte de la célula. Además, la luz que emite la GFP no es nociva, no interfiere con los tejidos, por tanto no lastima al organismo que se estudia.

Esas cualidades permiten un sinnúmero de aplicaciones que, incluso, sorprenden a Martin Chalfie. La proteína verde fluorescente es utilizada, por ejemplo, para observar cómo migra el cáncer entre células y llega a hacer metástasis, así como para analizar la actividad de las células embrionarias y la manera como conquistan nuevos espacios hasta lograr especializarse en órganos determinados.

Pero también la han usado para iluminar animales y convertirlos en objetos de arte o en mascotas (conejos, ranas y hasta cerdos luminosos), y en un trabajo más altruista, que todavía está en pleno desarrollo, la GFP podrá servir para detectar minas antipersona en campos plagados por estos explosivos.

"Podemos marcar con bioluminiscencia cualquier proceso. Hay personas que, incluso, han podido ver el avance de infecciones, como el VIH o el de bacterias", asegura el científico.

Organismo modelo
Lo anterior no habría sido posible sin el trabajo de Chalfie con C. elegans, un organismo que desde los años 60 ha sido modelo para diversas investigaciones relacionadas con el estudio del desarrollo neuronal. El primero en recurrir a este nematodo fue el biólogo sudafricano Sydney Brenner, premio Nobel de Medicina 2002, quien, según relata Chalfie, quiso apartarse del tradicional uso de ratones y peces.

"Hay muchas razones para emplearlo. Es de fácil observación en el microscopio de electrones. Como es transparente, uno puede ver cómo se divide cada una de sus 959 células. Ahora sabemos que tiene exactamente 302 células nerviosas y cómo están conectadas entre sí. De hecho, es el único animal del que conocemos cada división celular, desde la fertilización del huevo hasta la etapa adulta, así como el diagrama completo de las conexiones de esas células".

Cuando Chalfie habla de C. elegans y las posibilidades que este gusanito ofrece para el entendimiento del humano mismo, se evidencia su emoción. Él asegura que este "bicho" ha llevado a comprender con mayor claridad procesos como la muerte celular y la forma como se manifiestan ciertas enfermedades. "Sé que gracias a C. elegans vendrán grandes nuevos descubrimientos".